lunes, 6 de mayo de 2019

Los duendes de Belén

Son doce en total aunque pocas veces asisten todos. Hacen de las suyas en el segundo piso de la escuela y la terraza es su hábitat favorito. Son los duendes de Belén.

Los "duendecillos" tienen una edad, de uno a dos años, que es realmente mágica y apasionante por todos los cambios que experimentan y que se resumen en que el bebé poco a poco va convirtiéndose en niño. Sus capacidades motrices se van desarrollando con hitos esenciales como pasar de gatear a caminar, empiezan a experimentar con el lenguaje y reproducen sus primeras palabras, sus pequeños cuerpos se desarrollan cada vez con más rapidez, "sufren" la aparición de los dientes y así podríamos seguir enumerando diversos cambios físicos y psicológicos durante bastante tiempo.

Uno de mis mayores placeres desde que soy padre es haber podido observar a mis hijos con esta edad por todo lo que nos enseñan y transmiten. El vivir aquí y ahora, con plena consciencia en el presente, sin preocupaciones ni obsesiones por el pasado o el futuro, es una aspiración de varias filosofías que en los niños de esta edad forma parte intrínseca de su naturaleza. Su capacidad de atención aún no está lo suficientemente desarrollada como para centrarla durante mucho tiempo en una tarea concreta, pero son capaces de pasar de una actividad a otra con facilidad. Tampoco saben compartir o negociar, las disputas son frecuentes entre ellos a causa de algún objeto o juguete y, sin embargo, el rencor no es un sentimiento que alberguen aunque hayan llegado incluso a las manos.

Su día a día, muchas veces interrumpido por algún virus, es un proceso constante de descubrimiento y experimentación. La música, los sonidos, la danza, cualquier objeto cotidiano, los animales... todo les produce una curiosidad infinita que, a mi juicio, es una de las cualidades más imprescindibles que los niños deberían preservar y que lamentablemente demasiados pierden en el camino hacia la vida adulta.

Es obvio que a los padres todas estas características nos ponen en más de un aprieto en nuestro día a día - estresados, cansados y con prisas, a diferencia de ellos - y suelen convertir en una odisea cambiarles el pañal, vestirles o conseguir llegar a tiempo a cualquier sitio. Por todo esto, entre otras cosas, me parece admirable la templanza y paciencia de su maestra Carmen que, no solo trata con los doce a la vez, sino que logra auténticos milagros como conseguir que sean capaces de dormir en sus colchones todos al mismo tiempo, con más o menos dificultades según el día. De la algarabía que debe de suponer la hora del almuerzo ya da fe de ello el alto número de mudas que ensucian cada semana.

Incluso la salida de clase es otro momento en el que los duendes se hacen notar. En cuanto abres la puerta de clase unos empiezan a gritar "papá" a modo de saludo, los más extrovertidos incluso se acercan a enseñarte lo que llevan en la mano, mientras algunos lloran porque la persona que ha entrado no es ni su mamá, papá u otro familiar.

Cada madre o padre suele añorar o recordar con especial cariño alguna etapa de sus hijos e hijas. Algunos tienen preferencia por los recién nacidos, otros por la etapa a partir de los tres o cuatro años y dudo que muchos echen de menos la etapa de la adolescencia.
En mi caso, tengo predilección por la etapa 1-2, como he dicho anteriormente, porque los niños a esta edad me parecen auténticos "duendes". Seres que aún permanecen ajenos a la lógica y para los que todo es mágico.

Creo que los adultos tenemos mucho que aprender, o más bien recordar, de estos niños cuando vemos cómo contemplan a algún animal o interactúan con su entorno. Ese esfuerzo por volver a conectar con el niño que una vez fuimos quizás nos ayudaría a no pensar tanto en el tiempo que se fue o que vendrá y centrarnos un poco más en el aquí y ahora, dejar de estar tan absortos por las preocupaciones o las nuevas tecnologías para no permitir, como decía W. Whitman, "que la vida te pase a ti sin que la vivas".